La mañana siguiente de nuestra estancia en el
ryokan de Hakone comenzó con la visita de rigor a los onsens. Nos enfundamos en los yukatas, nos ajustamos los obis y cogimos nuestros respectivos neceseres para ir dirección a la sala de las aguas termales. Con más parsimonia que el día anterior disfrutamos de cada momento de nuestro tiempo allí, imbuidos más en la reflexión que en la conversación, con la complicidad de los demás bañistas mantuvimos el silencio mientras seguíamos el mismo ritual del día previo, primero enjabonado y lavado, luego visita al furo interior y por último acabar en la joya de la corona, el rotenburo, el furo exterior. Sin duda, ese era el mejor momento de todos, el espectáculo visual que nos brindaba ese onsen era algo inolvidable, disfrutar de la naturaleza que nos rodeaba, aderezada de una decoración exquisita, mientras lo contemplábamos todo desde esas aguas termales era algo magnífico. Sin embargo, el saber que habíamos de marchar esa misma mañana me imbuía también en una sensación de tristeza, un sentimiento que intentaba dejar de lado para disponer de los cinco sentidos a la hora de gozar de ese momento.
Finalmente decidimos salir muy a nuestro pesar, el tiempo dentro de un onsen es limitado, una estancia demasiado larga puede contribuir fácilmente a mareos o a dolores de cabeza. Cuando nos disponíamos a recoger nuestras pertenencias en la antesala, un señor bastante mayor un poco mareado cogió por error el yukata de mi amigo japonés, tuvo que explicarle amablemente que se había equivocado, cosa por otra parte normal, todos los yukatas eran iguales, diferenciándose sólo en el tamaño, por tanto si uno salía un poco mareado de los onsens era normal que uno no recordase en que cesta concreta lo había dejado. Esto es habitual en la mayoría de onsens, salvo en aquellos que en vez de cestas para dejar las pertenencias utilizan taquillas como las de cualquier gimnasio. El hombre se sentó confundido y comenzó a hablar, así prosiguió hasta que llegó una de las encargadas a interesarse por él, hablaba y hablaba sin parar, daba la sensación que había pasado demasiado tiempo en las aguas termales.
Al llegar a nuestra habitación, pusimos la televisión y comenzamos a ver los programas de la mañana. Como sucedió la noche anterior, una de las encargadas vino a consultarnos si queríamos desayunar, y en cuanto le dimos una respuesta positiva, como había pasado en la hora de la cena, vinieron a ponernos la mesa y los diferentes platos con la misma minuciosidad y esmero del día anterior. La mesa llena de diferentes platos presentaba un aspecto espléndido, y aunque la comida era más ligera que la noche anterior, todo resultó estar delicioso.
Después de que se hubiesen llevado platos y mesa, ya sólo nos quedaba vestirnos de nuevo para abandonar aquel gran lugar. Dejamos todo limpio y ordenado como lo encontramos, recogimos todas nuestras pertenencias y después de las pertinentes gestiones, partimos hacia nuestro próximo destino.
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Funicular de Hakone |
De regreso en la estación de Nakagora, cogimos el siguiente funicular con destino la parada de Sounzan, última estación de la línea del funicular tetsudosen, dado que ésta se compone tan solo de seis paradas, y nosotros salíamos de la cuarta, el trayecto se hizo bastante corto. Al llegar a Sounzan, por unos 1500 yenes nos montamos en el teleférico de Hakone para ir hasta Owakudani, a mitad del camino del trayecto total que finaliza en Togendai, tocando con el lago Ashi. Dentro del teleférico teníamos unas vistas increíbles del monte Fuji, con un día soleado y con una visibilidad espléndida pudimos ver y fotografiar la montaña emblema del Japón perfectamente. La figura imponente y majestuosa de la montaña sagrada me hacía dudar incluso que hiciese unos años hubiese
podido subir hasta la cima desde sus pies, atravesando su falda de Aokigahara, el famoso mar de árboles. Con este panorama el trayecto en el amplio teleférico se hizo bastante entretenido, llegando a Owakudani más pronto de lo que esperábamos. Allí los tres aprovechamos para hacernos una foto bajo la campana de la felicidad, un lugar ideal para que cualquier turista se quiera hacer una fotografía.
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Monte Fuji desde Owakudani |
El olor a azufre proveniente de las aguas termales nos llegaba con fuerza, la temperatura de los onsens de aquel lugar era tan alta que el mínimo acercamiento a esas aguas termales estaba prohibido. Hakone no deja de ser una inmensa formación volcánica, más o menos irregular, compuesta por varios montes y explanadas, que posee cierta actividad volcánica, la cual permite que por todo el complejo volcánico se puedan encontrar termas naturales. Nosotros nos encontrábamos en el conocido como el valle del infierno de Hakone, debido a sus grandes emanaciones de gases y por su fuerte olor a azufre. En este valle volcánico es donde la temperatura de los onsens es más elevada. No dejaría de ser un lugar con cierto interés turístico, sino fuese porque es ahí donde se preparan los famosos Onsen tamago o Kuro tamago (huevos de onsen o huevos negros). Los Kuro tamago son huevos que se dejan hervir dentro de los onsens del valle volcánico, debido a los varios minerales que contiene el agua, sobre todo de hierro, otorgan a la cáscara un color oscuro, negro, de ahí el nombre de Kuro tamago. Aunque no deja de ser un huevo duro, de sabor esta muy bien y un poco peculiar, debido, creo que en parte, a su forma de cocción. Cerca de los onsens donde se preparan los Kuro tamago hay puestos donde te los venden ya en bolsitas con un poco de sal, y según se comenta comerlos comporta vivir 10 años más. Aunque desconozco si hay algún rigor científico en esta leyenda popular, en la que se demuestre, por supuesto no la longevidad, sino lo sanos que pueden llegar a ser estos huevos cocidos en aguas termales, en Okinawa, en el extremo meridional del Japón, donde su gente es famosa por su larga longevidad, hace poco publicaron un artículo en el que decían, que esta longevidad podría darse por el consumo de Kurozu, un vinagre de arroz de color negro, que según parece es bastante saludable, teniendo características anticancerígenas, aunque por lo que he podido leer no es tan bueno para el paladar, teniendo un sabor un poco fuerte. Por tanto aquella vez no fue la última en la que escuche relacionar la palabra Kuro con longevidad.
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Los famosos Kuro tamago |
Volviendo a la excursión, una vez hubimos comido los Kuro tamago, paseado por todo el valle del infierno y hacer una parada en el camino en una tienda turística, donde bebimos algo e hicimos ciertas compras, nos dirigimos hacia Kojiri, a orillas del lago Ashi, mediante un autobús de la compañía
Izuhakone Bus. Al llegar a Kojiri, el imponente lago Ashi nos daba la bienvenida. Este lago se formó sobre la misma
caldera de la formación volcánica de Hakone, al ser un volcán irregular no existía cráter alguno, sino una caldera de donde era expulsado el magma. Tras extinguirse la actividad volcánica, sobre la inmensa caldera, con el transcurso de los años, se creó el gran lago Ashi, con lo cual podría ser también denominado como un onsen gigantesco.
Encontrándonos en ese punto, pudimos deleitarnos con el magnífico paisaje que nos ofrecía el lugar, el gran lago rodeado de montañas verdosas, resultaba un emplazamiento perfecto para un día de picnic. En mitad del lago surcaban dos barcos, parecían dos galeones del S.XVII aderezados con ciertos toques de modernidad, ondeando la bandera de Japón llevaban a los turistas para que contemplasen todo el esplendor que les ofrecía el lago Ashi. Dado que el puerto de embarque nos caía bastante lejos de nuestra posición y desconocíamos la duración de cada trayecto, optamos por montarnos en unas barcas en forma de cisne que teníamos al lado. Las barcas funcionaban a pedales, cosa que al contrario de lo que pueda parecer, resultó bastante divertido, las carcajadas no se diluyeron hasta encontrarnos en mitad del lago y aprovechar para hacer las oportunas fotografías de rigor.
Al volver a tierra firme, ya un poco cansados, decidimos coger uno de los autobuses de la
Hakone Tozan Bus, en este caso la línea T, la Togendai line, que nos llevaba desde Kojiri hasta Odawara. Después de un largo viaje que aprovechamos para descansar y reponer fuerzas, llegamos a Odawara, nada más salir del autobús, nos encaminamos hacia un restaurante de tendón, que no es más que un bol de arroz con tempura de langostino por encima. Aunque en Japón uno puedo encontrarse restaurantes como los de aquí, también es bastante común que nos topemos con restaurantes que se centran en una sola especialidad, de esta forma es habitual poder encontrarse restaurantes que sólo sirven platos por ejemplo de ramen, de sushi, o platos con base de arroz, nosotros en aquella ocasión fuimos a uno de estos últimos, en que dentro de su variedad de arroces la especialidad era el tendón.
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Castillo de Odawara |
Tras comer el que fue sin duda el mejor plato de tendón que he probado nunca, nos dirigimos hacia el castillo de Odawara, fortaleza del período Muromachi que vivió su máximo esplendor durante la era Sengoku, cuando perteneció al clan Hojo. Durante aquella época el clan tuvo como rivales a míticos Daimyos (señores feudales) como Shingen Takeda, Kenshin Uesugi o el mismo Oda Nobunaga. La visita al castillo fue bastante entretenida, aunque había sufrido reformas, todo mantenía el espíritu ancestral, el crujir de la madera al andar, los pasillos estrechos y oscuros, las escaleras empinadas, y por supuesto objetos típicos de aquella época expuestos a lo largo del recorrido. Finalmente todo concluía en un pasillo rectangular donde habían las fotografías colgadas de todos los castillos del Japón que quedaban en pie.
Al salir del castillo nos topamos con un puesto donde por un módico precio podías equiparte con armaduras de samurai, cosa que ni por asomo dudamos en no hacer. Disfrazados de samurai, con el emblema del clan Hojo en el pecho, y las katanas desenvainadas, comenzamos a simular ser fieros guerreros del período Sengoku. Tras una sesión de fotos improvisada por parte de varias personas que se encontraban en aquel parque a los pies del castillo, devolvimos las armaduras y pusimos rumbo a la estación de tren de Odawara, desde donde cogimos la Odakyu line para poner rumbo a Tokio, dando por finalizada la larga excursión de aquel fin de semana.